SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


febrero de 2012

número 4
ISSN: 1988-9607
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VICTOR HUGO, LA POBRE GENTE

Carlos Clementson
Poeta y traductor

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Sorolla, Aún dicen que el pescado es caro (1894)

I

Es de noche. La choza es pobre, aunque segura.
Sombrío es su interior, mas algo se percibe
que irradia entre las sombras de su oscuro crepúsculo.
Redes de pescador cuelgan de sus paredes.
Y al fondo, en un rincón, una vajilla humilde,
encima de un arcón, destella vagamente,
y una gran cama adviértese, echadas sus cortinas.
Cerca, un colchón se extiende sobre unos viejos bancos,
y cinco niños sueñan en él como en un nido
de almas. El hogar donde unas llamas velan
alumbra el techo oscuro, y una mujer, de hinojos,
la frente sobre el lecho, reza y piensa, agitada.
Es su madre. Está sola. Blanco de espuma, afuera,
contra el viento, las rocas, las sombras y la bruma,
el torvo Océano lanza sus oscuros sollozos.

II

Su hombre está en el mar. Marino desde niño,
contra el siniestro azar libra una gran batalla.
Llueva o truene, sin falta ha de salir él siempre,
pues las criaturas tienen hambre. Al atardecer
parte cuando las aguas profundas van subiendo,
del dique, los peldaños.
La mujer quedó en casa cosiendo viejas telas,
remendando las redes, cuidando los anzuelos,
ante el hogar velando la sopa de pescado,
y a Dios luego rezando cuando los niños duermen.
Él, solo, combatido del mar, cambiante siempre,
se adentra en sus abismos y se pierde en la noche.
¡Qué esfuerzo! Todo es negro y frío, nada luce.
En los rompientes, entre las delirantes olas,
el buen banco de pesca y, sobre el mar inmenso,
el lugar móvil, negro, cambiante y caprichoso,
tan querido a los peces de aletas plateadas,
no es más que un punto sólo, grande como dos chozas.
Mas, de noche, en diciembre, con niebla y aguacero,
para encontrar tal punto sobre el desierto inquieto
¡cómo hay que calcular el viento y la marea,
y combinar con tino todas las maniobras!
Bordéanlo las olas como culebras verdes;
el mar tuerce y se encrespa sus pliegues desmedidos,
y hace gemir de horror los pobres aparejos.
Sueña él con su Jeannie, solo en el mar helado,
y ésta, llorando, llámalo, y entrambos pensamientos
se cruzan en la noche cual dos divinos pájaros.

III

Ella reza, y la alondra con su burlón graznido
importúnale, y entre escollos derruidos
le aterra el Océano, y mil distintas sombras
su espíritu atraviesan, de mar y marineros
llevados por la cólera furiosa de las olas;
y mientras, en su caja, cual sangre en las arterias,
el frío reloj late, vertiendo en el misterio
el tiempo gota a gota, inviernos, primaveras,
las varias estaciones; y estas palpitaciones
abren para las almas, y a modo de bandadas
de azores y palomas, por un lado, las cunas;
(las tumbas por el otro.
 
Ella medita y sueña: —“¡Oh Dios, cuánta pobreza!”
Sus hijos van descalzos en invierno y verano.
No comen pan de trigo, sólo pan de cebada.
¡Oh Dios, el viento ruge como un fuelle de fragua!
El mar bate en la costa como si fuera un yunque,
y las estrellas huyen entre el negro huracán
como un turbión de chispas por una chimenea.
 
Es ya la medianoche, la hora en la que ésta
como jovial danzante ríe y juguetea
bajo antifaz de raso que iluminan sus ojos;
la hora en que medianoche, bandido misterioso,
de sombra y lluvia lleno y su frente en el cierzo,
toma a un pobre marino tembloroso y lo estrella
contra espantosas rocas que aparecen de pronto.
¡Qué horror!, el hombre cuyos gritos el mar sofoca,
siente ceder y hundirse la barca en que naufraga,
y mientras siente abrirse las sombras y el abismo
bajo sus pies, ¡aún sueña con esa vieja argolla
de hierro, de su muelle, bañado por el sol!
 
Estas tristes visiones su corazón conturban,
negro como la noche. Y ella tiembla y solloza.

IV

¡Oh la pobre mujer del pescador! Qué horrible
es tener que decirse: —“Todo cuanto yo tengo,
hermano, padre, amante, mis hijos más queridos,
el alma de mi alma, están en ese caos
perdidos, mi corazón, la carne de mi carne.”
¡Ser presa de las olas es serlo de las bestias!
Pensar —¡Cielos!— que el agua juegue con sus cabezas,
desde el hijo, grumete, al marido, patrón,
y que el viento soplando por sus trompas horribles
sobre ellos desate su larga y loca trenza,
y tal vez a esta hora se encuentren en peligro,
sin que saber podamos lo que están ahora haciendo
más que para enfrentarse a ese abismo sin fondo,
a esas oscuras simas donde no hay ni una estrella,
¡tienen sólo una plancha con un poco de tela!
¡Terrible angustia! Corren todas sobre las rocas.
Las olas suben; háblanles, grítanles: —“Devolvédnoslos”.
Mas ¡ay! qué es lo que puede decirse al pensamiento
del mar, siempre sombrío, y siempre trastornado!
 
Jeannie está aún más triste. ¡Su esposo está allá solo!,
en esta áspera noche, bajo el frío sudario,
sin ayuda. Sus hijos son aún pequeños. Madre,
dices: “¡Si fueran grandes! ¡Qué solo está!” ¡Quimeras!
Mañana, cuando partan ya acompañando al padre
dirás entre sollozos: “¡Oh, si aún pequeños fueran!”

V

Toma ella su linterna y su capote. Es la hora
de ir a ver si regresa y si la mar mejora,
si ya es de día y el mástil muestra su gallardete.
¡Vamos! De casa sale. La brisa matutina
no sopla aún. No hay nada. No está esa línea blanca
en el confín en donde se aclaran las tinieblas.
Llueve. Oh, qué siniestra la lluvia, de mañana.
Parece que el día tiembla, que está incierto y dudoso,
y que al igual que un niño, llora al nacer el alba.
Sale. No hay luz alguna en ninguna ventana.
 
De repente, a sus ojos que buscan el camino,
con una rara mezcla de lúgubre y de humana
una pobre casucha, decrépita, aparece,
sin luz ni fuego alguno; su puerta bate el viento;
sobre sus viejos muros hay un techo oscilante,
y el cierzo en él retuerce repugnantes rastrojos,
sucios y amarillentos como un río revuelto.
 
“¡Vaya!”, no me acordaba de esta pobre viuda
—se dice—; mi marido la encontró el otro día
enferma y solitaria; voy a ver cómo anda”.
 
Golpea ella la puerta; escucha, no hay respuesta,
y Jeannie bajo el viento del mar tirita y tiembla.
“¡Enferma! ¡Y sus hijos andan tan mal nutridos!...
No tiene más que dos, pero está sin marido”.
Golpea otra vez la puerta. “¡Eh, vecina, vecina!”
Pero la casa calla. “Oh Dios —se dice inquieta—,
¡cómo duerme que no oye ni aun tras llamar tanto!”
Pero esta vez la puerta, como si de repente
los objetos sintieran una piedad suprema,
triste, giró en la sombra y abrióse por sí misma.

VI

Entró, y su linterna iluminó la negra
estancia muda al borde de las rugientes olas.
Como por un cedazo caía agua del techo.
 
Yacía al fondo echada una terrible forma;
una mujer inmóvil, descalza y boca arriba,
con la mirada oscura y un espantoso aspecto,
un cadáver; —un tiempo madre jovial y fuerte—;
el desgreñado aspecto de la miseria muerta;
los despojos del pobre tras su tenaz combate.
Pender dejaba ella un frío y yerto brazo
con su mano ya verde, en medio de la paja,
y brotaba el horror de aquella boca abierta
por la que alma, huyendo, siniestra, había lanzado
¡el grito de la muerte que oye la eternidad!
Cerca donde yacía la madre de familia,
dos niños muy pequeños, un varón y una hembra,
en una misma cuna sonreían en sueños.
 
Sintiéndose morir, su madre habíales puesto
sobre sus pies su manto, sus ropas sobre el cuerpo,
para que en esa sombra que nos deja la muerte,
no hubieran de sentir perderse la tibieza,
y así calor tuvieran en tanto que frío ella.

VII

¡Cómo duermen los dos en esa pobre cuna!
Su aliento es apacible y sus frentes serenas,
cual si no hubiera nada capaz de despertarlos,
ni siquiera las trompas del Juïcio Final,
pues que, inocentes siendo, a juez ninguno temen.
 
La lluvia ruge afuera cual si fuera un diluvio.
Del techo, a veces, cae con las rachas del viento
una gota de lluvia sobre esa frente yerta
y corre por su rostro cual si fuera una lágrima.
Las olas suenan como la campana de alarma.
La muerta oye la sombra con expresión absorta.
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VIII

Pero Jeannie ¿qué ha hecho en casa de la muerta?
Bajo su amplia capa ¿qué es lo que ella se lleva?
¿Qué es lo que transporta al salir de la puerta?
¿Por qué su pecho late? ¿Por qué apresura el paso?
¿Por qué así, vacilante, entre las callejuelas
corre sin atreverse a volver la cabeza?
¿Qué es, pues, lo que ella oculta con un aire turbado
entre su lecho en sombras? ¿Qué puede haber robado?

IX

Cuando ella entró en su casa, las rocas de la costa
blanqueaban ya. Una silla puso junto a su cama,
y se sentó muy pálida, cual si un remordimiento
la abatiese. Su frente puso en la cabecera
y, por unos instantes, con voz entrecortada
habló mientras que lejos, ronca, la mar bramaba.
 
“—¡Pobre hombre, Dios mío! ¿Qué va a decir? ¡Ya tiene
tantas preocupaciones! ¿Cómo pudo ocurrírseme?
¡Cinco niños a cuestas! ¡Y trabajando tanto!...
¿No habían bastantes penas, y ahora voy a darle
otra más?... —Oh, ¿es él? No, aún no. Hice mal.
Diré, si me golpea: Tienes razón. ¿Es él?
Aún no. Mejor. La puerta tiembla como si alguien
entrara. Pero no. ¡Pobre hombre!, oír
que regresa él ahora ¿es que va a darme miedo?”
Luego Jeannie quedóse temblando y pensativa,
cada vez más hundiéndose en una angustia íntima,
perdida entre sus cuitas igual que en un abismo,
sin escuchar siquiera los ruidos exteriores,
los negros cormoranes volando vocingleros,
las olas, la marea, la cólera del viento.
 
Ruidosa y clara abrióse la puerta de repente,
dejando un blanco rayo entrar en la cabaña,
y el pescador, alegre, con sus chorreantes redes
en el umbral mostróse, y “Así es la mar”, le dice.

X

Jeannie gritó: “¡Eres tú!”, y fuerte contra el pecho
estrechó a su marido cual si fuera un amante,
y besó su chaqueta arrebatadamente
en tanto que él decía: “¡Aquí estoy ya, mujer!”,
y mostraba en su frente, que el fuego esclarecía,
su alma franca y buena que Jeannie iluminaba.
“—Me han robado —le dice—; el mar es una selva.”
“—¿Qué tiempo ha hecho? —Duro. —¿Y la pesca? —Muy mala.
Pero mira: te abrazo, y ya me siento a gusto.
No pude pescar nada, y destrocé las redes.
El diablo andaba oculto en el viento que aullaba.
¡Qué noche! Hubo un momento que creí entre el estruendo
que el barco se volcaba, y se rompió la amarra.
Pero dime, ¿qué has hecho tú durante este tiempo?”
Ella sintió en la sombra un estremecimiento.
“—¿Quién, yo? ¡Dios mío!, nada, lo que suelo hacer siempre.
Coser y oír rugir el mar como un gran trueno.
Tuve miedo”. “—El invierno es duro, mas da igual”.
Luego, temblando como quien se ha portado mal,
“—A propósito... —dijo—, nuestra vecina ha muerto.
Ayer debió morir, en fin, ya poco importa,
al caer el sol, después que partiérais vosotros.
Dos niños deja ella, muy pequeños aún.
Se llama uno Guillaume, y la otra Madelaine;
él todavía no anda, la niña apenas habla.
Esa buena mujer vivía en la miseria”.
 
Cobró él un grave aspecto, y echando en un rincón
su gorro de forzado, mojado por las olas,
“—¡Diablos! —dijo— rascándose, absorto, la cabeza.
Teníamos cinco niños, con éstos serán siete.
Ya alguna noche, a veces, sin cenar nos quedábamos
los meses del invierno. ¿Cómo haremos ahora?
Bueno, no es culpa mía. Eso es tan sólo asunto
de Dios. Aun así, es un grave accidente.
¿Por qué habría de llevarse a esa pobre mujer?
¡Qué cuestión tan difícil! ¡Mucho mayor que un puño!
Para entender todo esto, hay que tener estudios.
¡Criaturas!, tan pequeños no podrán trabajar.
Mujer, vete a buscarles, pues si se han despertado,
estarán asustados de estar junto a un cadáver.
Es su madre ¿no ves?, que llama a nuestra puerta;
abrámosla a esos niños. Vivirán con los nuestros.
A todos los tendremos, de noche, en las rodillas.
Vivirán como hermanos de nuestros cinco hijos.
Cuando vea el Señor que hay que buscar comida
para esos nuevos niños junto a los que tenemos,
para esa pequeñina y para su hermanito,
Él hará que cojamos más abundante pesca.
Beberé sólo agua y haré doble trabajo.
He dicho. Ve a buscarles. Mas, ¿qué tienes? ¿Qué pasa?
Tú sueles hacer siempre las cosas más deprisa.
 
“—Mira, aquí están”, le dice, abriendo las cortinas.

De la antología inédita de Carlos Clementson Las Rosas de la vida (Grandes Siglos de la Poesía Francesa).

LES PAUVRES GENS de Victor Hugo

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Dibujo de Victor Hugo para {Les travailleurs de la mer} (1894-95)

I

 
Il est nuit. La cabane est pauvre, mais bien close.
Le logis est plein d’ombre et l’on sent quelque chose
Qui rayonne à travers ce crépuscule obscur.
Des filets de pêcheur sont accrochés au mur.
Au fond, dans l’encoignure où quelque humble vaisselle
Aux planches d’un bahut vaguement étincelle,
On distingue un grand lit aux longs rideaux tombants.
Tout près, un matelas s’étend sur de vieux bancs,
Et cinq petits enfants, nid d’âmes, y sommeillent
La haute cheminée où quelques flammes veillent
Rougit le plafond sombre, et, le front sur le lit,
Une femme à genoux prie, et songe, et pâlit.
C’est la mère. Elle est seule. Et dehors, blanc d’écume,
Au ciel, aux vents, aux rocs, à la nuit, à la brume,
Le sinistre océan jette son noir sanglot.

II

L’homme est en mer. Depuis l’enfance matelot,
Il livre au hasard sombre une rude bataille.
Pluie ou bourrasque, il faut qu’il sorte, il faut qu’il aille,
Car les petits enfants ont faim. Il part le soir
Quand l’eau profonde monte aux marches du musoir.
Il gouverne à lui seul sa barque à quatre voiles.
La femme est au logis, cousant les vieilles toiles,
Remmaillant les filets, préparant l’hameçon,
Surveillant l’âtre où bout la soupe de poisson,
Puis priant Dieu sitôt que les cinq enfants dorment.
Lui, seul, battu des flots qui toujours se reforment,
l s’en va dans l’abîme et s’en va dans la nuit.
Dur labeur ! tout est noir, tout est froid ; rien ne luit.
Dans les brisants, parmi les lames en démence,
L’endroit bon à la pêche, et, sur la mer immense,
Le lieu mobile, obscur, capricieux, changeant,
Où se plaît le poisson aux nageoires d’argent,
Ce n’est qu’un point ; c’est grand deux fois comme la chambre.
Or, la nuit, dans l’ondée et la brume, en décembre,
Pour rencontrer ce point sur le désert mouvant,
Comme il faut calculer la marée et le vent !
Comme il faut combiner sûrement les manoeuvres !
Les flots le long du bord glissent, vertes couleuvres ;
Le gouffre roule et tord ses plis démesurés,
Et fait râler d’horreur les agrès effarés.
Lui, songe à sa Jeannie au sein des mers glacées,
Et Jeannie en pleurant l’appelle ; et leurs pensées
Se croisent dans la nuit, divins oiseaux du coeur.

III

Elle prie, et la mauve au cri rauque et moqueur
L’importune, et, parmi les écueils en décombres,
L’océan l’épouvante, et toutes sortes d’ombres
Passent dans son esprit : la mer, les matelots
Emportés à travers la colère des flots ;
Et dans sa gaine, ainsi que le sang dans l’artère,
La froide horloge bat, jetant dans le mystère,
Goutte à goutte, le temps, saisons, printemps, hivers ;
Et chaque battement, dans l’énorme univers,
Ouvre aux âmes, essaims d’autours et de colombes,
D’un côté les berceaux et de l’autre les tombes.
 
Elle songe, elle rêve. – Et tant de pauvreté !
Ses petits vont pieds nus l’hiver comme l’été.
Pas de pain de froment. On mange du pain d’orge.
- Ô Dieu ! le vent rugit comme un soufflet de forge,
La côte fait le bruit d’une enclume, on croit voir
Les constellations fuir dans l’ouragan noir
Comme les tourbillons d’étincelles de l’âtre.
C’est l’heure où, gai danseur, minuit rit et folâtre
Sous le loup de satin qu’illuminent ses yeux,
Et c’est l’heure où minuit, brigand mystérieux,
Voilé d’ombre et de pluie et le front dans la bise,
Prend un pauvre marin frissonnant, et le brise
Aux rochers monstrueux apparus brusquement.
Horreur ! l’homme, dont l’onde éteint le hurlement,
Sent fondre et s’enfoncer le bâtiment qui plonge ;
Il sent s’ouvrir sous lui l’ombre et l’abîme, et songe
Au vieil anneau de fer du quai plein de soleil !
 
Ces mornes visions troublent son coeur, pareil
A la nuit. Elle tremble et pleure.

IV

Ô pauvres femmes
De pêcheurs ! c’est affreux de se dire : – Mes âmes,
Père, amant, frère, fils, tout ce que j’ai de cher,
C’est là, dans ce chaos ! mon coeur, mon sang, ma chair ! -
Ciel ! être en proie aux flots, c’est être en proie aux bêtes.
Oh ! songer que l’eau joue avec toutes ces têtes,
Depuis le mousse enfant jusqu’au mari patron,
Et que le vent hagard, soufflant dans son clairon,
Dénoue au-dessus d’eux sa longue et folle tresse,
Et que peut-être ils sont à cette heure en détresse,
Et qu’on ne sait jamais au juste ce qu’ils font,
Et que, pour tenir tête à cette mer sans fond,
A tous ces gouffres d’ombre où ne luit nulle étoile,
Es n’ont qu’un bout de planche avec un bout de toile !
Souci lugubre ! on court à travers les galets,
Le flot monte, on lui parle, on crie : Oh ! rends-nous-les !
Mais, hélas ! que veut-on que dise à la pensée
Toujours sombre, la mer toujours bouleversée !
 
Jeannie est bien plus triste encor. Son homme est seul !
Seul dans cette âpre nuit ! seul sous ce noir linceul !
Pas d’aide. Ses enfants sont trop petits. – Ô mère !
Tu dis : “S’ils étaient grands ! – leur père est seul !” Chimère !
Plus tard, quand ils seront près du père et partis,
Tu diras en pleurant : “Oh! s’ils étaient petits !”

V

Elle prend sa lanterne et sa cape. – C’est l’heure
D’aller voir s’il revient, si la mer est meilleure,
S’il fait jour, si la flamme est au mât du signal.
Allons ! – Et la voilà qui part. L’air matinal
Ne souffle pas encor. Rien. Pas de ligne blanche
Dans l’espace où le flot des ténèbres s’épanche.
Il pleut. Rien n’est plus noir que la pluie au matin ;
On dirait que le jour tremble et doute, incertain,
Et qu’ainsi que l’enfant, l’aube pleure de naître.
Elle va. L’on ne voit luire aucune fenêtre.
 
Tout à coup, a ses yeux qui cherchent le chemin,
Avec je ne sais quoi de lugubre et d’humain
Une sombre masure apparaît, décrépite ;
Ni lumière, ni feu ; la porte au vent palpite ;
Sur les murs vermoulus branle un toit hasardeux ;
La bise sur ce toit tord des chaumes hideux,
Jaunes, sales, pareils aux grosses eaux d’un fleuve.
 
“Tiens ! je ne pensais plus à cette pauvre veuve,
Dit-elle ; mon mari, l’autre jour, la trouva
Malade et seule ; il faut voit comment elle va.”
 
Elle frappe à la porte, elle écoute ; personne
Ne répond. Et Jeannie au vent de mer frissonne.
“Malade ! Et ses enfants ! comme c’est mal nourri !
Elle n’en a que deux, mais elle est sans mari.”
Puis, elle frappe encore. “Hé ! voisine !” Elle appelle.
Et la maison se tait toujours. “Ah ! Dieu ! dit-elle,
Comme elle dort, qu’il faut l’appeler si longtemps!”
La porte, cette fois, comme si, par instants,
Les objets étaient pris d’une pitié suprême,
Morne, tourna dans l’ombre et s’ouvrit d’elle-même.

VI

Elle entra. Sa lanterne éclaira le dedans
Du noir logis muet au bord des flots grondants.
L’eau tombait du plafond comme des trous d’un crible.
 
Au fond était couchée une forme terrible ;
Une femme immobile et renversée, ayant
Les pieds nus, le regard obscur, l’air effrayant ;
Un cadavre ; – autrefois, mère joyeuse et forte ; -
Le spectre échevelé de la misère morte ;
Ce qui reste du pauvre après un long combat.
Elle laissait, parmi la paille du grabat,
Son bras livide et froid et sa main déjà verte
Pendre, et l’horreur sortait de cette bouche ouverte
D’où l’âme en s’enfuyant, sinistre, avait jeté
Ce grand cri de la mort qu’entend l’éternité !
 
Près du lit où gisait la mère de famille,
Deux tout petits enfants, le garçon et la fille,
Dans le même berceau souriaient endormis.
 
La mère, se sentant mourir, leur avait mis
Sa mante sur les pieds et sur le corps sa robe,
Afin que, dans cette ombre où la mort nous dérobe,
Ils ne sentissent pas la tiédeur qui décroît,
Et pour qu’ils eussent chaud pendant qu’elle aurait froid.

VII

Comme ils dorment tous deux dans le berceau qui tremble !
Leur haleine est paisible et leur front calme. Il semble
Que rien n’éveillerait ces orphelins dormant,
Pas même le clairon du dernier jugement ;
Car, étant innocents, ils n’ont pas peur du juge.
 
Et la pluie au dehors gronde comme un déluge.
Du vieux toit crevassé, d’où la rafale sort,
Une goutte parfois tombe sur ce front mort,
Glisse sur cette joue et devient une larme.
La vague sonne ainsi qu’une cloche d’alarme.
La morte écoute l’ombre avec stupidité.
Car le corps, quand l’esprit radieux l’a quitté,
A l’air de chercher l’âme et de rappeler l’ange ;
Il semble qu’on entend ce dialogue étrange
Entre la bouche pâle et l’oeil triste et hagard :
- Qu’as-tu fait de ton souffle ? – Et toi, de ton regard ?
 
Hélas! aimez, vivez, cueillez les primevères,
Dansez, riez, brûlez vos coeurs, videz vos verres.
Comme au sombre océan arrive tout ruisseau,
Le sort donne pour but au festin, au berceau,
Aux mères adorant l’enfance épanouie,
Aux baisers de la chair dont l’âme est éblouie,
Aux chansons, au sourire, à l’amour frais et beau,
Le refroidissement lugubre du tombeau !

VIII

Qu’est-ce donc que Jeannie a fait chez cette morte ?
Sous sa cape aux longs plis qu’est-ce donc qu’elle emporte ?
Qu’est-ce donc que Jeannie emporte en s’en allant ?
Pourquoi son coeur bat-il ? Pourquoi son pas tremblant
Se hâte-t-il ainsi ? D’où vient qu’en la ruelle
Elle court, sans oser regarder derrière elle ?
Qu’est-ce donc qu’elle cache avec un air troublé
Dans l’ombre, sur son lit ? Qu’a-t-elle donc volé ?

IX

Quand elle fut rentrée au logis, la falaise
Blanchissait; près du lit elle prit une chaise
Et s’assit toute pâle ; on eût dit qu’elle avait
Un remords, et son front tomba sur le chevet,
Et, par instants, à mots entrecoupés, sa bouche
Parlait pendant qu’au loin grondait la mer farouche.
 
“Mon pauvre homme ! ah ! mon Dieu ! que va-t-il dire ? Il a
Déjà tant de souci ! Qu’est-ce que j’ai fait là ?
Cinq enfants sur les bras ! ce père qui travaille !
Il n’avait pas assez de peine ; il faut que j’aille
Lui donner celle-là de plus. – C’est lui ? – Non. Rien.
- J’ai mal fait. – S’il me bat, je dirai : Tu fais bien.
- Est-ce lui ? – Non. – Tant mieux. – La porte bouge comme
Si l’on entrait. – Mais non. – Voilà-t-il pas, pauvre homme,
Que j’ai peur de le voir rentrer, moi, maintenant !”
Puis elle demeura pensive et frissonnant,
S’enfonçant par degrés dans son angoisse intime,
Perdue en son souci comme dans un abîme,
N’entendant même plus les bruits extérieurs,
Les cormorans qui vont comme de noirs crieurs,
Et l’onde et la marée et le vent en colère.
 
La porte tout à coup s’ouvrit, bruyante et claire,
Et fit dans la cabane entrer un rayon blanc ;
Et le pêcheur, traînant son filet ruisselant,
Joyeux, parut au seuil, et dit : C’est la marine !

X

“C’est toi !” cria Jeannie, et, contre sa poitrine,
Elle prit son mari comme on prend un amant,
Et lui baisa sa veste avec emportement
Tandis que le marin disait : “Me voici, femme !”
Et montrait sur son front qu’éclairait l’âtre en flamme
Son coeur bon et content que Jeannie éclairait,
“Je suis volé, dit-il ; la mer c’est la forêt.
- Quel temps a-t-il fait ? – Dur. – Et la pêche ? – Mauvaise.
Mais, vois-tu, je t 1 embrasse, et me voilà bien aise.
Je n’ai rien pris du tout. J’ai troué mon filet.
Le diable était caché dans le vent qui soufflait.
Quelle nuit ! Un moment, dans tout ce tintamarre,
J’ai cru que le bateau se couchait, et l’amarre
A cassé. Qu’as-tu fait, toi, pendant ce temps-là ?”
Jeannie eut un frisson dans l’ombre et se troubla.
“Moi ? dit-elle. Ah ! mon Dieu ! rien, comme à l’ordinaire,
J’ai cousu. J’écoutais la mer comme un tonnerre,
J’avais peur. – Oui, l’hiver est dur, mais c’est égal.”
Alors, tremblante ainsi que ceux qui font le mal,
Elle dit : “A propos, notre voisine est morte.
C’est hier qu’elle a dû mourir, enfin, n’importe,
Dans la soirée, après que vous fûtes partis.
Elle laisse ses deux enfants, qui sont petits.
L’un s’appelle Guillaume et l’autre Madeleine ;
L’un qui ne marche pas, l’autre qui parle à peine.
La pauvre bonne femme était dans le besoin.”
 
L’homme prit un air grave, et, jetant dans un coin
Son bonnet de forçat mouillé par la tempête :
“Diable ! diable ! dit-il, en se grattant la tête,
Nous avions cinq enfants, cela va faire sept.
Déjà, dans la saison mauvaise, on se passait
De souper quelquefois. Comment allons-nous faire ?
Bah ! tant pis ! ce n’est pas ma faute, C’est l’affaire
Du bon Dieu. Ce sont là des accidents profonds.
Pourquoi donc a-t-il pris leur mère à ces chiffons ?
C’est gros comme le poing. Ces choses-là sont rudes.
Il faut pour les comprendre avoir fait ses études.
Si petits ! on ne peut leur dire : Travaillez.
Femme, va les chercher. S’ils se sont réveillés,
Ils doivent avoir peur tout seuls avec la morte.
C’est la mère, vois-tu, qui frappe à notre porte ;
Ouvrons aux deux enfants. Nous les mêlerons tous,
Cela nous grimpera le soir sur les genoux.
Ils vivront, ils seront frère et soeur des cinq autres.
Quand il verra qu’il faut nourrir avec les nôtres
Cette petite fille et ce petit garçon,
Le bon Dieu nous fera prendre plus de poisson.
Moi, je boirai de l’eau, je ferai double tâche,
C’est dit. Va les chercher. Mais qu’as-tu ? Ça te fâche ?
D’ordinaire, tu cours plus vite que cela.
 
- Tiens, dit-elle en ouvrant les rideaux, lès voilà!”

El cuadro de Sorolla Aún dicen que el pescado es caro (1894) procede de la web paperpapers.net y el dibujo de Victor Hugo, Le bateau vision, de http://patatorandco.free.fr/extras/hugo/.


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