SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


junio de 2015

número 5
ISSN: 1988-9607
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DESCUENTO DE NAVIDAD (VIII)

Ángel Sánchez Redondo, profesor de Geografía e Historia

No era habitual que se pusiera traje. Le era mucho más cotidiana y cómoda la bata blanca de trabajo. Eso no quitaba para que al ver reflejada su figura en el espejo del ascensor se sintiera elegante. A ello contribuían aquellos zapatos negros que tanto le había costado elegir. Con la mano izquierda atareada en sostener un maletín, menos familiar que el bisturí o el tubo de ensayo, se ajustó la chaqueta con la mano derecha, tirando alternativamente de sendas solapas.

Mientras el ascensor iba ascendiendo hasta el último piso de aquel pretencioso rascacielos que toda gran ciudad yergue como faro de su modernización, pensaba que no le apetecía aquella reunión de eminencias —según la prensa—. Discutir con aquellos colegas henchidos de vanidad que tomaban cada uno de los calificativos que les dirigían los medios de comunicación como Drácula tomaba su ración de sangre. Pero era consciente de que no podía dar la espalda al gran problema que se presentaba con aquella epidemia. Aunque, a diferencia de ellos, la palabra engreimiento no estaba en su diccionario, era consciente de que sus conocimientos en aquel temido bichito que afectaba al córtex cerebral estaban por encima de los de sus compañeros, que a su pesar lo reconocían y esperaban sus aportaciones.

Tendría que soportar esas miradas que disimulaban a duras penas unos celos profesionales que en el fondo les llevaba a desear su fracaso, en una distorsión del pensamiento maquiavélico. Abominaba de que a bastantes de ellos no les importara la muerte de… ¿cuántas personas? —pensaba— con tal de ver fracasar a alguien que conseguía quitarles protagonismo. El mundo está lleno de egos que se alimentan con la carnaza del compañero muerto (físicamente o por defenestración), y el hecho de que no dejaba de ver en los medios de comunicación que era una cuestión frecuente en cualquier disciplina —alpinismo u otros deportes al más alto nivel, literatura, etc.—, no le servía de consuelo.

Lo que más envidiaban eran los rumores que, en los últimos tres o cuatro años, situaban su nombre entre los candidatos favoritos al Nobel de Medicina. Sin poder evitarlo, durante unos instantes cayó en el mismo pecado que momentos antes acababa de vituperar: a su mente afluyeron un torrente de imágenes sobre su vestimenta, los agradecimientos, el eje de su discurso…, todo lo que acompañaría a la recogida del premio. Cerró los ojos fuertemente y sacudió la cabeza consiguiendo librarse de aquellas inclinaciones que no iban con su personalidad.

O el ascensor iba muy lento o sus pensamientos iban con una rapidez inusitada. Porque ahora su mente se trasladó hasta el Centro Superior de Investigación al que acudía todos los días en que no tenía alguna intervención. Se iba al rostro azorado, la mirada baja y ojos iluminados con que su secretaria le extendió los últimos papeles del informe que le había mandado imprimir y que suponían el eje fundamental de su teoría. Era guapa, muy guapa. De pelo negro y de piel tan tersa que le daba un ligero rasgo oriental a su rostro. Algún día quizá intentara conocerla mejor. No descartaba invitarla a tomar café o una copa, o ambas cosas. Tal vez así podría olvidarse por unos momentos de su ajado matrimonio.

La evocación de aquel rostro le hizo fijarse en el suyo, que se reflejaba cansado, castigado por tanta actividad, en el momento en que sonó un mensaje del móvil. Con desgana lo leyó. Era el pesado periodista de una cadena de televisión que insistía para que acudiera a un debate, sin acabar de entender el significado de una agenda llena. Volvió a su imagen. El pelo. ¿Cuánto tiempo hacía que tenía pensado cortárselo? No podía dejarlo por más tiempo. La coquetería no era uno de sus principios pero tampoco le gustaba dar la sensación de abandono. Le atraía más corto, se sentía más a gusto y, como le habían dicho muchas veces, su imagen mejoraba. Otra vez el móvil. Ahora la revista científica para recordarle que el artículo debía estar listo en quince días. Puso el teléfono en silencio. Debía concentrarse para la reunión y no pensar en los asuntos de aquellas llamadas, ni tampoco en congresos o conferencias en lejanos lugares. Y menos, en lo que la esperaba al final de la reunión. Porque para Blanca del Castillo, la mayor especialista mundial de neurocirugía, el día no terminaría allí: en casa le aguardaban un marido indolente y dos hijos con toda la energía y problemas de la preadolescencia.

Ángel Sánchez Redondo

Proverbio ¿chino?: Si no relees un relato, es que no te ha sorprendido


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