SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


junio de 2018

Número 6
ISSN: 1988-9607
·
Versión para imprimir de este documento Versión imprimir

Mecánica cuántica relativista

José Antonio Montiel Tosso, profesor de Física y Química

En números anteriores de esta revista hemos resaltado mucho el cambio tan drástico que sacudió los cimientos de la física atómica con el desarrollo de la teoría cuántica, sin embargo, no fue menos importante el impacto que la teoría de la relatividad tuvo en la física clásica. De hecho, la física es otra antes y después de la publicación de las ideas de Einstein. Incluso las distinguimos como física clásica (o newtoniana) y física moderna (o relativista). No obstante, la mayoría de las veces no tenemos en cuenta las ecuaciones de Einstein en los fenómenos físicos y continuamos usando las expresiones clásicas porque solamente es aplicable la mecánica relativista en el tratamiento de supuestos donde intervengan grandes velocidades, cercanas a la de la luz.

En este sentido, no es muy aventurado pensar que las consideraciones relativistas afectarán a las partículas subatómicas, puesto que sus velocidades son muy elevadas. Así, para realizar los cálculos con precisión en los experimentos con partículas subatómicas es imprescindible introducir las correspondientes correcciones relativistas. Si queremos, por ejemplo, hacer un balance energético en un proceso nuclear, debemos corregir los valores de las masas y energías de las partículas implicadas de acuerdo con sus velocidades.

ANTECEDENTES

En 1905, cuando Albert Einstein publicó su teoría de la relatividad, aún no existían datos sobre reacciones nucleares. En esa época no se conocían, pues apenas se acababa de descubrir la radiactividad natural. Sin embargo, Einstein tenía noticia de dos hechos notables, que se encontraban estrechamente relacionados, aunque, hasta ese momento, nadie había reparado en ello. Por un lado, Maxwell había demostrado definitivamente el carácter ondulatorio de la luz y, mediante sus ecuaciones del campo electromagnético había calculado teóricamente su velocidad, resultando ser

donde c es la velocidad de la luz, y se relaciona con la constante dieléctrica del medio y su permeabilidad magnética. Para el vacío, esa expresión arroja un valor de c muy cercano a 300000 km/s, es decir, 3·10^8 m/s, una velocidad límite inalcanzable para cualquier cuerpo de nuestro universo.

Por aquel entonces, los físicos tenían una visión del mundo puramente mecanicista, y las ondas que se conocían eran mecánicas, similares al sonido. Estas ondas requieren siempre un medio material para propagarse y se aferraron a la idea de que la luz necesitaba algo que le permitiera viajar por el vacío espacial y llegar hasta nosotros desde las estrellas y el sol. Esta es la vieja teoría del éter de los filósofos griegos, defendida, entre otros, por el insigne Aristóteles. Lógicamente, el hipotético éter debía ser una “sustancia” sin masa, puesto que la luz se propaga en el vacío, pero, al mismo tiempo, había de poseer propiedades elásticas como las de un sólido para permitir las vibraciones transversales del movimiento ondulatorio. Es lo que llamaríamos un auténtico enigma.

El otro hecho notable al que antes se hacía referencia es la conocida experiencia de Michelson y Morley.

EXPERIMENTO DE MICHELSON Y MORLEY

Con el fin de acabar de una vez por todas con la polémica acerca de la existencia del éter, los físicos norteamericanos A. A. Michelson y E. W. Morley realizaron en 1887 un singular experimento, cuyo objetivo era medir la velocidad relativa del éter respecto a la Tierra, ya que, según las ideas imperantes, ésta se movía en su seno al describir su órbita alrededor del Sol. Ahora bien, tengo que decir que sus resultados fueron sorprendentes.

Básicamente, Michelson y Morley utilizaron un foco luminoso (F), dos espejos (E1 y E2) y una lámina semiplateada (L), es decir, aquélla que refleja una parte del rayo luminoso que incide sobre ella y deja pasar sin desviarse otra parte del mismo. Estos componentes formaban un dispositivo que denominaron interferómetro.

Del foco F parte un rayo de luz que lega a la lámina L, la cual es atravesada por la mitad del mismo sin desviación, dirigiéndose hacia el espejo E1, mientras que la otra mitad el rayo se refleja en el espejo E2. A continuación, los rayos vuelven a L desde direcciones perpendiculares y, gracias a las propiedades de dicha lámina, son dirigidos hacia el observador. Como la distancia entre L y E1 es igual a la que separa L y E2, ambos rayos llegarán en fase al observador si no hay “viento del éter”. Por el contrario, en el supuesto de que exista velocidad relativa Tierra-éter, el rayo que se mueve en la dirección paralela al movimiento de la Tierra se retardaría algo, no viéndose afectado el rayo perpendicular. Entonces, dichos rayos llegarán con un cierto desfase temporal, lo que nos permitiría medir la velocidad relativa del éter.

El resultado del experimento fue sorprendente entonces: ambos rayos llegaron en fase.

Así pues, el experimento de Michelson y Morley demostró la inexistencia del famoso éter. Además, al reproducir las experiencias en distintos lugares y posiciones y no observar desfase alguno entre los rayos luminosos se gestó la idea de que la velocidad de la luz es constante e independiente del movimiento del observador y del foco luminoso, postulándose la falsedad de la teoría del éter. Como consecuencia de ello, no puede existir el movimiento absoluto, pues no hay nada fijo en el universo que sirva como referencia absoluta. De ahí que Einstein eligiese el nombre de relatividad para su asombrosa teoría.


Arriba
ISSN: 1988-9607 | Redacción | www.iesseneca.net